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La alargada sombra de la menopausia

Diagnóstico

El lento camino hacia el diagnóstico

Cuando me diagnosticaron yo tenía 20 años.

Tuve la primera regla con 11 años, y durante los primeros años todo fue regular como un reloj.
A partir de los 15 años, empezó a no ser tan regular, a venir dos meses y fallar uno, a faltar durante tres meses y luego estar medio año bien, etc.
Dada mi edad, no me planteé que pudiera tener un problema y entre meses de espera y meses normales, pasaron 2 años hasta que a los 17 decidí ir al médico para buscar la causa de esa irregularidad.
En ese momento yo no sabía nada de ginecólogos, de hecho fueron las primeras veces que pisé la consulta y vi el potro de tortura (o a mí me hacía gracia llamarlo así).
Como podría ser de esperar, dado que seguía siendo muy joven, no me hicieron grandes pruebas más que una ecografía y dieron por sentado que la causa de la irregularidad era mi edad y Oh! Sorpresa! como tratamiento…. la píldora.

Más adelante me dedicaré largo y tendido a hablar sobre las hormonas artificiales y sus efectos en la mujer, pero siguiendo con el tema que nos ocupa, ahí estaba yo, con diecisiete años y la píldora como solución única a mis problemas.
Estuve durante más un año tomándome la píldora y como bien me dijo el médico, la única forma de saber si el tratamiento había funcionado, era dejar de tomarla y esperar a ver qué pasaba.

En cuanto dejé de tomar la píldora, mi regla volvió a ser irregular, pero en este caso, ya hablábamos de tener la regla un mes y después estar cinco o seis meses esperándola. Mientras esperaba, yo vivía fuera de mi ciudad natal cursando mis estudios en la Universidad. Y del mismo modo que la vez anterior, los meses pasaron muy rápido y esperando esperando, volvieron a pasar un par de años hasta que decidí ir al ginecólogo para buscar un diagnóstico real de qué me estaba pasando.

Por aquella época tenía 19 años, el la primera consulta el ginecólogo me pidió varias pruebas: ecografía, citología, análisis de hormonas, descartar que estuviera embarazada , etc.
Los resultados tardaron tres semanas y cuando el médico me dió los resultados literalmente me dijo: “Tiene que haber un error. Estos análisis parecen de una mujer de 80 años”.
Aún hoy pienso en la falta de delicadeza de ese médico. Pero sólo fue el principio de un desencanto profundo y doloroso con la atención médica que recibí por parte de los especialistas de ginecología de mi pequeña ciudad.

Pensando que se trataba de un análisis cuyos resultados habían intercambiado con los de otra persona, me pidieron repetirlos, pero los resultados volvieron a ser similares.
A partir de aquí , creo que empezaron a tomar un poco más en serio mi caso y a intentar encontrar la causa del problema. En ese momento yo aún no había tenido que escuchar la palabra maldita, así que seguía las indicaciones médicas desde la más profunda ignorancia (y quizás también podría decir inocencia).

Era agosto de 2006, acababa de terminar el último año de carrera, había vuelto durante el verano a casa de mis padres y estaba trabajando en prácticas en una empresa de Recursos Humanos.
La vida me sonreía , tenía energía y ganas de trabajar, aprender y disfrutar del verano y del reencuentro con mis amigos.


Aproveché también mi disponibilidad para seguir con las últimas pruebas médicas. Me hicieron ecografía de nuevo y me trataron con óvulos de progesterona durante varios días , para después repetirme los análisis y ver si había alguna variación.
El día que fui a por los resultados, estaba yo sola, recuerdo cómo entré en la consulta y como recibí el diagnóstico “Eva, tienes menopausia prematura, no podrás tener hijos tuyos pero podrás tenerlos con donación de óvulos. Ahora lo importante es que empieces a tomar la píldora para evitar enfermedades de huesos o corazón”.

Para, Para Para! ¿De qué estamos hablando?
En diez segundos tenía un diagnóstico increíble, posibles riesgos para la salud y una mención especial a no poder tener hijos (que con veinte años ni lo había pensado, la verdad).
En consulta no pude decir nada, sólo intentaba aguantar el nudo en la garganta para no derrumbarme ahí mismo. Creo que me dio cita de nuevo para hacerme más pruebas de huesos y alguna más que no alcanzo a recordar. Yo sólo quería salir de allí.

Salí y me derrumbé, ¡cómo lloraba y qué sola me sentía!

No me sentía con fuerzas de ir a casa y explicar todo a mis padres así que llamé a una amiga que vivía cerca del centro de salud y le pedí que bajara.
Allí estaba yo , con Sara abrazándome, diciéndome que estuviera tranquila, que todo iba a estar bien y que la ciencia avanzada muy rápido y quién sabe las novedades que podría haber para cuando nos planteáramos ser madres.

Cuando volví a casa seguía llorando. Se los conté a mis padres y a mi hermana y se sorprendieron igual que yo, pero para ellos lo más importante era paliar o descartar cualquier problema físico de inmediato. Es curioso cómo el enfoque de cada uno es distinto. Ellos sólo querían la salud de su hija, y yo sólo quería entender porqué no podría ser madre.

Al pensarlo aún se me pone un nudo en la garganta. Han pasado 15 años, pero en este caso, he avanzado yo más rápido que la ciencia.
Creo, que como me diagnostican tan joven, parte de ese diagnóstico, parte de ese dolor, no lo superé, sino que lo dejé congelado con la esperanza de unos años más tarde volver a retomarlo y que no fuera tan despiadado.

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